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Juan Tomás Frutos

Emergencias

Las prisas nunca son buenas acompañantes. Tampoco nos dan buenas impresiones. Cuando vemos a alguien correr pensamos que algo ha fallado, que ha habido retrasos importantes, o que nos enfrentamos, se enfrenta, él, quizá todos, a una falta de previsión. Las celeridades las equiparamos a peligros, reales o imaginarios. Ir con ellas entraña que se nos pueda escapar algo, pues podemos estar más pendientes de lo urgente que de lo importante.

Por eso, cuando alguien utiliza la palabra urgencia, o una parecida, la de emergencia, nos vienen a la mente, y también al corazón, estampas de problemas, de agobios, de desasosiegos, de dolor, de pena, de fracaso, de vértigo incluso.

Es cierto que las emergencias también se pueden ver desde el lado del que ayuda, del que presta su mano y su cuerpo, su vida y sus experiencias, sus opciones, sus oportunidades de mejorar, de avanzar, de afrontar las inclemencias o las condiciones adversas para seguir adelante desde el compromiso societario y solidario. La urgencia tiene aparejada la estampa de la solidaridad, de la bondad de quienes arriesgan por mejorar ante el trance de otro.

Sinceramente creo que la mejor emergencia es la que no se produce, esto es, la que podemos prever o evitar, pero entiendo que eso es imposible. No todo se puede plantear a priori, ni todo nos viene por los caminos imaginados. La vida tiene sus libertades, y es bueno que sea así. Los modos controlados no son nunca buenos.

También es verdad que hay emergencias que se producen, que nos acontecen, que son buenas, y que lo son -urgencias, correr, prisas, un poco de locura- por mucho que las esperemos. Un nacimiento, la llegada de una persona querida a nuestras vidas, supone una hilera de momentos de aceleraciones, pero que, entrañan, pese a la zozobra, un magnífico acontecer. La ilusión que se une a la emergencia, en este caso, lo compensa todo. Asumimos que el paso nos viene marcado para un fin loable, extraordinario, hermoso. Este tipo de vicisitudes son magníficas.

No obstante, hoy en día estamos demasiado rodeados de emergencias complejas, raras, extrañas, duras, de situaciones cargadas de un exceso de prontitud. Queremos las cosas para ayer, o anteayer, y así no hay manera de terminar, pues, con tanta vehemencia y alteración por concluir, no siempre damos con la tecla adecuada, bien sea por los nervios, o porque nos mostramos un tanto obtusos y ofuscados por el afán desmedido por arribar al todo, que, de esta guisa, se convierte en nada.

Afrontar el día a día
El consejo, que no siempre podremos cumplir, es que hemos de ir en todo poco a poco, pues así se solventan antes los problemas, y, en paralelo, se consolidan las posiciones y las actitudes que pretenden solucionar lo que ocurre con una definición de implicación positiva. Solo se vive una vez, y eso, amén de enfrentarnos al riesgo, supone igualmente una provechosa metodología.

Planificar es bueno, pues nos adelantamos a las situaciones de crisis. Si no a todas, a algunas, y, cuando menos, podemos saber cuál puede ser nuestro comportamiento personal ante ellas. Hemos de coger rutas desde la premisa del ensayo, de la práctica cotidiana. Somos seres de costumbres: es defendible que nos habituemos en positivo ante las circunstancias de toda índole y los condicionantes tanto internos como externos.

No podemos evitar las emergencias. Ésta es una ingente verdad. Las hay de todo pelaje. Lo que sí podemos hacer es afrontarlas con fuerza y tesón, sabiendo qué hacer o cómo comportarnos. Las crisis permanentes suelen ser aquellas que implican la no aceptación de un duelo y que llevan aparejadas la incertidumbre o la parálisis a la hora de salir de él.

Meditar sobre ello y ejecutar acciones al respecto es trabajar por nuestro futuro. El que piense que no tendrá situaciones de emergencia no tiene los pies en el suelo. Lo que nos podrá diferenciar, si es el caso, es cómo nos entregamos al destino cuando llegue el momento. Sepamos verlo. Como dirían en la Antigua Roma, ¡Fuerza y Honor!

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